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Objeción de Conciencia

¿Primacía de la conciencia individual o de la ley civil? *

Por Marta Hanna

La reciente Ley Nacional 25.673/02, que crea el llamado “Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable” Recientemente, ha puesto en la palestra el tema que nos ocupa, concediendo a las instituciones confesionales y a los profesionales que en ellas cumplen funciones, a no aplicar las disposiciones que dicha normativa crea, fundados en razones de conciencia, tanto religiosas como morales. Por este motivo, el Consorcio de Médicos Católicos, con el apoyo de la Corporación de Abogados Católicos, ha presentado una acción de amparo a favor de todos los médicos que, por profesar la Fe Católica, “invoquen reservas de conciencia para utilizar, aconsejar, recetar o prescribir medios anticonceptivos por ser contrarios a lo sostenido por el Magisterio de la Iglesia Católica”.[1] Es que, como señala el escrito inicial de la acción, la ley hace una distinción injusta, pues los médicos que trabajan en instituciones públicas están obligados a cumplir con la norma. Así, lo que hasta hace muy poco aparecía –en el mundo jurídico‑ como patrimonio del paciente, pasa a ser también un recurso del terapeuta: la objeción de conciencia

Se solicita la inaplicabilidad de la ley 25.673/02 en relación con “todos los médicos que invoquen pertenecer a nuestra asociación, como así también a todos aquellos médicos que, en razón de pertenecer a la fe Católica Apostólica Romana, invoquen reservas de conciencia para utilizar, aconsejar, recetar o prescribir medios anticonceptivos por ser contrarios a lo sostenido por el Magisterio de la Iglesia Católica”[2].

La “objeción de conciencia” es el argumento que, fundado en razones religiosas o morales, se esgrime para abstenerse de cumplir una orden o una ley emanada de una autoridad competente.

Históricamente, la expresión está ligada con el tema de la guerra. Su recurso como razón para abstenerse un ciudadano –sea o no militar‑ de enrolarse o de participar en una guerra, se hizo corriente a principios del siglo pasado. Se planteó si un católico podía, sin violar la ley de caridad evangélica, tomar las armas, incluso si no hay un conflicto inminente. Reiterando su doctrina bisecular, la Iglesia sostuvo que los deberes impuestos por la virtud de la piedad a todo hombre –virtud que en el católico debe ser informada por la caridad‑, hacen ilícita la objeción de conciencia, salvo en el caso de manifiesta injusticia de la contienda.

Recordemos que la “piedad” es la virtud que mueve a dar lo debido ‑honor, reconocimiento y obediencia‑ a aquellos de quienes recibimos los mayores bienes, esto es: a los padres y a la patria, comprendiendo también por extensión, a la autoridad legítima[3]. Si bien se incardina en el cortejo de la justicia, su objeto no es propiamente lo justo, en cuanto que nunca podemos dar algo que sea exactamente equivalente a lo recibido. El honor y el reconocimiento se deben siempre, toda vez que se han recibido bienes; mas, la obediencia no siempre, sino cuando la autoridad humana (sea la de los padres, sea otra) manda o dispone en conformidad con la recta razón[4].

Teniendo en cuenta el juego entre ley moral-autoridad humana-conciencia individual, la doctrina planteó tres situaciones posibles, siempre en el contexto de la guerra[5]:

Que la autoridad mande una acción bélica o policial (en consonancia con la ley moral y dentro de los límites de la justicia), pero alguno crea (erróneamente) que todo acto de aquellos es malo, inmoral, injusto, pecaminoso. En este caso, no hay propiamente derecho a la “objeción de conciencia”, y si se concediera sería sólo por consideración al hombre. Tal cosa ocurriría, por ejemplo, si sufriendo la Nación un ataque injusto, tanto de parte de agresores exteriores como interiores, mandara a sus ciudadanos tomar las armas para rechazar el ataque o reprimir la insurrección. Quien erróneamente pensara que bajo ninguna circunstancia es moralmente lícito defenderse llegando a causar incluso la muerte del agresor injusto, no tiene derecho a oponer su objeción de conciencia. Prima su deber moral de cumplir las leyes y obedecer a la autoridad legítima[6].

Que no esté al alcance de los particulares (al menos no de todos ni de la mayoría) conocer las causas de una orden ni la justicia o injusticia de lo mandado. Tampoco aquí cabe la objeción de conciencia si está en juego el bien común; prevalecen los deberes mencionados y se aplica el principio moral que indica, en caso de duda, obrar conforme a lo que prescribe la ley. El caso podría darse cuando no fuera claro si el ataque fue o no provocado, o si la propia Nación acudiera en auxilio de otra. Tampoco aquí cabe la objeción de conciencia, pues en principio, la autoridad se presume legítima y sus órdenes, justas.

Que mande y sea manifiesta la injusticia de lo ordenado, en cuyo caso no sólo existe el derecho a esgrimir la objeción de conciencia para librarse del cumplimiento de la orden, sino el deber de no oponerse e incluso de resistir su cumplimiento, si éste pretendiera ser impuesto. Tal ocurriría si la causa de la guerra fuera evidentemente injusta, o lo fueran las órdenes concretas recibidas, en el contexto de una guerra justa.

Abordando este tema, hasta Pío XII, la doctrina de la Iglesia fue unánime en su condena de la objeción de conciencia. Sólo en caso de una guerra evidentemente injusta, puede el católico hacer una cuestión de conciencia el tomar parte en la defensa de su patria o de sus instituciones y del bien y la seguridad públicos[7]. En este sentido, Pío XII reiteró en diversas ocasiones que ningún ciudadano católico puede invocar su propia conciencia para negarse a cumplir servicios y obligaciones determinadas por las leyes[8]

Destaquemos que, en los tres casos, se parte de una presunción a favor de la legitimidad de la autoridad que legisla o gobierna; legitimaidad que le viene dada no sólo por su origen (el cual dependerá del régimen de gobierno vigente en cada estado), sino también y principalmente del ejercicio que efectivamente haga del poder, esto es, ordenando las cosas públicas al bien común de la Nación toda[9].

Empero, a nadie se le oculta que las circunstancias han variado notoriamente. Difícilmente se pueda hoy presumir que todo gobierno es legítimo y que todas sus órdenes y leyes también lo son. El espíritu revolucionario ha minado la legitimidad, no sólo la de origen sino incluso la de ejercicio. Tampoco la ley goza ya de una presunción a favor de su justicia; y si aún continuamos pensando que las leyes son dadas para ser cumplidas, esto expresa más un deseo que una realidad, sea porque la anomia aparece como un mal endémico de las sociedades democráticas posmodernas, sea porque sólo son leyes nominalmente, ya que o bien no son promulgadas por una autoridad legítima, o bien no se ordenan al bien común, o bien contradicen la ley natural y los derecho mismos de Dios y de los hombres.

Estos datos deben ser sopesados a la hora de decidir si, frente a una ley emanada de quien detenta el poder en el estado, existe o no la obligación moral de obedecerla. Dado que el juicio moral es siempre de lo concreto, de lo bueno o malo hic et nunc, hay que atender cuidadosamente a todas las particularidades del caso.

En este marco resurge la objeción de conciencia, no sólo como recurso moralmente lícito, sino incluso como deber. El reconocimiento de su viabilidad cuando la ley es manifiestamente injusta o cuando quien detenta el poder carece de legitimidad, es tan antiguo como la Iglesia misma. No nos remontaremos a antecedentes veterotestamentarios o paganos, por que excedería los objetivos de esta ponencia. Baste recordar la frase arquetípica, que el autor de los Hechos de los Apóstoles pone en boca de San Pedro: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29).

La cuestión así planteada supera los límites de la guerra, y se extiende a todos los campos en que pueda darse un conflicto entre la ley de Dios y la de los hombres, particularmente en el terreno de la ciencia médica y sus anexos.

En el ámbito que nos ocupa, la objeción de conciencia ha sido acogida por la jurisprudencia argentina, aceptando los pedidos de quienes, fundados en motivos religiosos, rechazaban determinados recursos terapéuticos prescriptos por el facultativo. La mayoría de los casos corresponde a testigos de Jehová, contrarios a la transfusión de sangre. Se ha hecho lugar al reclamo cuando lo solicita el propio paciente, que es mayor de edad, siempre que no se rechace todo recurso terapéutico sino sólo aquel mencionado, por lo cual la conducta no puede encuadrarse en la figura del suicidio[10]. En cambio, tratándose de un menor, el Juez ha ordenado la transfusión en contra de la voluntad de sus padres, toda vez que el derecho a la vida y a la salud del menor prima sobre derecho de estos a educar a sus hijos en su propio credo [11].

La Corte Suprema ha reconocido que el derecho de libertad religiosa “significa, en su faz negativa, la existencia de una esfera de inmunidad de coacción, tanto por parte de las personas particulares y los grupos, como de la autoridad pública. ... En su faz positiva, constituye un ámbito de autonomía jurídica que permite a los hombres actuar libremente en lo que se refiere a su religión, ..., mientras dicha actuación no ofenda, de modo apreciable, el bien común.[12].

En esa esfera de libertad e inmunidad de coacción se ubica la objeción de conciencia, la cual –dice la Corte‑ no puede ser violada por las leyes, salvo los casos en los que las exigencias del gobierno o del Estado lo vuelvan inevitable”[13]

El tema supone un conflicto entre la conciencia individual y la ley positiva, a la hora de decidir aquí y ahora el acto debido. El conflicto nace porque por un lado, pesa sobre nosotros el deber moral de buscar el bien mejor en cada uno de nuestros actos, y por otro, la obligación de obedecer las leyes emanadas de legítima autoridad. El juicio acerca de cada uno de nuestros actos concretos, es prudencial, teórico‑práctico, y en él consiste lo que denominamos “conciencia moral”: un juicio acerca de la bondad o malicia de determinado obrar, seguido del mandato o imperio, de modo que si el acto se estima bueno, manda hacerlo, si malo, lo prohíbe.

Pero, de los actos en general, atendiendo a su objeto y no al fin de quien lo hace (el agente) ni a las demás circunstancias posibles, juzga la ley. Es ella quien decide qué es lo bueno (lo justo[14]) y qué lo malo, mandando o permitiendo lo primero y prohibiendo y castigando lo segundo. El conflicto aparece, entonces, cuando ésta considera bueno lo que, en conciencia, una persona entiende ser malo, o a la inversa, prohíbe lo que alguien entiende ser bueno.

Mas, como enseña la Iglesia, recogiendo la sabiduría de los antiguos, la ley civil o de la autoridad pública sólo obliga en conciencia a los súbditos cuando ella misma es conforme con la Ley Eterna, cuando es expresión o al menos no contradice la Ley Moral Natural, pues la misma autoridad viene exigida por el orden natural y no puede, si pretende ser legítima, rebelarse contra él. De este modo, súbditos y gobernantes, obedeciendo las leyes, obedecen en última instancia al Autor de todas las cosas. En otras palabras, la disposición humana que violenta el orden de la justicia (natural y no la meramente legal), no es propiamente ley, puesto que no es ordenación de la razón[15].

Por ello, una correcta comprensión del problema, con todos sus matices, exige tener presente los temas claves en juego, a saber, la Ley Moral Natural, la ley positiva y la conciencia moral, las tres, norma de la moralidad de nuestros actos, cada una en su ámbito.

La cualidad moral de un acto depende de tres elementos, distintos pero complementarios: el objeto o fin del acto, el fin del agente y las demás circunstancias.

El primero tiene en cuenta al acto en sí mismo, considerándolo de modo abstracto y universal, en tanto y en cuanto dicho acto se ordena a un determinado fin. La regla y medida del acto así visto es la Ley Moral Natural y, eventualmente, la ley humana positiva. 

Los otros dos atienden al acto en cuanto realizado (o a realizarse), aquí y ahora, por una persona; el acto considerado de un modo concreto y particular, atendiendo al fin que el agente persigue al intentarlo y a las demás circunstancias (tiempo, lugar, modo, cantidad, etc.). Puesto que se trata del obrar concreto de una persona en particular, la regla y medida de dicho obrar será su conciencia.

Ambas, Ley Moral y conciencia, constituyen la normativa de la moralidad. Mientras la primera es la norma objetiva próxima de la moralidad del acto humano, la conciencia (moral) es la norma subjetiva próxima. Norma, del griego “nomos, significa lo estatuido, lo que establece un orden o un orden establecido, ya se trate de una ley oral o escrita o de una costumbre, de una sentencia o de una tradición. Así,  el término nomos se emparienta con la noción de regla, medida, patrón de conducta.[16]

La Ley es, por definición, norma, regla, modelo y causa ejemplar del acto bueno. Ella indica la medida y la dirección del acto humano, teniendo como fin aquel que compete al hombre en cuanto hombre. Ahora bien, la Ley  Moral es norma objetiva próxima del acto humano; objetiva, porque mide el acto atendiendo a su objeto formal, aquel que lo determina en una especie moral. En cuanto tal, no depende del sujeto. [17]

Es norma próxima de la moralidad, puesto que dice relación inmediata con el acto, es lo más cercano, en tanto que criterio de conducta, al acto humano.

En un sentido amplio, podemos decir que ley es “toda norma que regula un acto u operación, cualquiera que ésta sea, en orden a un fin”. Ahora bien, no cabe duda de que “ordenar en vistas a un fin” implica necesariamente la capacidad de conocer el fin en cuanto tal y los medios idóneos para alcanzarlo; y esto es propio de la inteligencia. Por ello, Santo Tomás de Aquino define la ley diciendo:

La ley es la ordenación de la razón, orientada al bien común y promulgada por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad[18].

Ordenar es dar a cada cosa su lugar, es ubicar adecuadamente según un criterio (que no es otro que el fin que se pretende alcanzar); pero, ordenar también es imperar. Para poder “ordenar” en el sentido de “ mandar”, “imperar”, es preciso tener claro qué y por qué se quiere mandar; de suerte que “ordenación” es, antes que nada, esclarecimiento del fin que se quiere alcanzar y de los medios que sirven para ello y luego, fundándose en esto, será imperar la actualización de dichos medios. Urge hoy recordar que no cualquier “razón” es idónea para ordenar, sino aquella a la que cabe el adjetivo de “recta”, esto es, la que se adecua al ser del hombre y de las cosas, la que es “verdadera”[19].

La ley es (debe ser) ordenación en vistas al Bien Común, es decir a aquello que es fin último, en éste caso, en el orden político y social. Respecto de la ley moral, habrá que decir que es en vistas al fin último del hombre.

Precisamente por que su fin es algún bien común, corresponde legislar a quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad, a la autoridad pública. Cabe aquí otra advertencia, a saber, que la “autoridad” es “facultad de mandar según razón”, y que “la fuerza obligatoria procede del orden moral, el cual se fundamenta en Dios, Primer principio y último fin suyo”[20]. En la medida en que el gobernante-legislador se aparta del orden moral, pierde autoridad y, por ende, la legítima facultad para obligar en conciencia.

Finalmente, aquello de promulgada se refiere al hecho del conocimiento de la ley, lo cual es condición de su vigencia en una sociedad y, por lo mismo, de su obligatoriedad[21]. Si bien, en el ámbito jurídico, “la ley se presume conocida”, el legislador debe arbitrar los medios para facilitar el conocimiento efectivo de la misma. Análogamente, en lo que atañe a la Ley Moral Natural, habrá que cerciorarse de que cualquier hombre normal puede conocer al menos sus principios más universales[22].

Lo anterior vale, mutatis mutandi, tanto para la ley natural como para la positiva. Ambas se interrelacionan de tal modo que de la primera depende la validez de la segunda, y, de ésta, la vigencia de la primera.

Mas ambas juzgan sólo de los actos abstractamente considerados. De cada acto concreto debe juzgar el propio hombre, iluminada su inteligencia por el mandato legal (natural o positivo) y discernida la adecuación de su obrar en relación con aquella norma. Dicho de otro modo, el juicio de la conciencia consiste en dilucidar si determinada conducta, atendiendo al fin que se persigue y a las circunstancias en que se cumple, es conforme o no con la ley[23].

La conciencia, como se ha dicho, es norma subjetiva del obrar moral. Esto no significa que sea autónoma. Es subjetiva porque es personal. Yo juzgo de mis actos, de mis intenciones, de la conveniencia o no de realizar esto o de abstenerme de aquello otro, teniendo en cuenta quién soy, qué soy, qué hago, cuáles son mis obligaciones concretas, mis deberes profesionales o de estado, el momento elegido, etc. Mas, en ese juzgar, no puedo decidir independientemente qué cosa es buena “para mí”, sino atendiendo al ser mismo de las cosas y a mi fin último. En otras palabras, la conciencia es heterónoma, puesto que debe sujetarse a una norma suprema, cual es la ley.

No podemos detenernos demasiado en este punto, pero cabe advertir que la conciencia admite matices o cualificaciones. Se habla de conciencia “verdadera” y de conciencia “errónea”, según que el juicio teórico‑práctico concuerde o no con la ley moral; de conciencia “recta” y de conciencia “falsa”, según que en la formulación de su juicio busque adecuarse a la ley moral o no; y de conciencia “cierta” y conciencia “dudosa”, en la medida en que se tiene certeza de la verdad práctica del juicio o no. El obrar moral requiere de nosotros obrar con conciencia verdadera, recta y cierta. Nos prohíbe obrar en caso de duda, sin antes consultar a los efectos de salir de esa situación. Nos prohíbe también obrar en contra de la conciencia, aún cuando ésta fuese errónea, puesto que en ello está la máxima malicia, toda vez que, a sabiendas, elegimos hacer el mal y evitar el bien[24].

Retomemos el tema. Ante una orden emanada de la autoridad existe , en principio, la obligación moral de obedecer. Dicha obligación sólo cae en caso de orden manifiestamente injusta, por contraria a la ley moral. Sin embargo, en muchos casos y cuando de su cumplimiento no se siga un perjuicio a terceros (ni, por ende, una ofensa a Dios), para salvar el principio de autoridad y en vistas al orden púiblico y la seguridad jurídica, convendrá cumplir con lo establecido.

Si la orden o la ley da lugar a dudas de conciencia, en primer lugar habrá que procurar salir de la duda a fin de decidir qué debe hacerse; mas si no pudiese quien duda alcanzar certeza, deberá obrar conforme a la ley. Esto vale tanto para una orden o una ley emanadas de autoridad legítima como de una ilegítima. También ésta debe ser obedecida cuando lo que manda es conforme a la justicia.

Mas, si lo mandado o establecido fuera contrario a la justicia y redundace en perjuicio del bien común (y de la salvación personal, agreguemos) existe no sólo el derecho de objetar la orden, sino el deber de no obedecerla. Como dijimos al pasar, la objeción de conciencia no es el último medio para defender la verdad y el orden moral natural. Si algún profesional de la salud no pudiese negarse, sin peligro cierto de daño gravísimo, a participar en el Plan de Salud, debe procurar reducir su actuación a una cooperación meramente material. Esto es más fácil si sólo se cumplen servicios auxiliares[25]; pero es mucho más difícil tratándose de un médico y, a fortiori, del Jefe del Servicio. Entonces, el último recurso moral puede llegar a ser la resistencia.

* Instituto de Altos Estudios de la Mujer, San Luis, 13-17 de Enero de 2003



[1]               Es por todos conocida la doctrina de la Iglesia respecto a control artificial de la natalidad, aborto y demás temas vinculados con el comienzo de la vida humana. Esta enseñanza obliga en conciencia a todo bautizado católico. Por lo tanto, una ley que mandase en contra, violentaría injustamente a quienes profesan la Fe católica y, con ello, pisotearía también el derecho a la libertad de conciencia, de rango constitucional. Así lo expresa el escrito: “La Iglesia Católica Apostólica y Romana prohíbe terminante los elementos y métodos anticonceptivos artificiales, lo cual implica como consecuencia que un médico católico no puede en conciencia prescribirlos ni colaborar con el “Programa” creado por la ley 25.673”.

[2]               La presentación destaca que los derechos de rango constitucional lesionados son: La libertad de conciencia (arts 14, 33 y 75 inc. 22 de la Constitución Nacional; art. 3º Declaración. Americana y art. 18 Declaración Universal.); la igualdad de la ley (art. 16 Constitución Nacional;  El derecho a trabajar y ejercer toda industria lícita (art.14 C.N.).               La inexistencia de otro recurso procesal idóneo para defender los derecho de los médicos católicos, hace viable la acción de amparo: “La jurisprudencia es clara en cuanto a este requisito. “Autorizan la procedencia del recurso de amparo, las siguientes circunstancias: a) restricción a alguna de las libertades humanas o derechos esenciales de la persona, tutelados en la Constitución; b) que esa amenaza o lesión -ya provenga de una autoridad o de un particular- sea manifiestamente arbitraria, y c) la irreparabilidad del perjuicio por inexistencia de otra vía para lograr adecuada protección jurisdiccional” (CNCiv., Sala F, 7/5/83, in re: “Marcos Oscar”, LL, Tº 112-796)”.

[3]               Los deberes para con Dios son regulados por la virtud de la religión, parte también de la justicia

[4]               Claro está que, muchas veces será mejor obedecer una orden imprudente o injusta, cuando su cumplimiento suponga un mal menor que aquel que implica la desobediencia y la desautorización del que manda legítimamente.

[5]               No podemos detenernos en la doctrina de la Iglesia acerca de la guerra, que tantas páginas ha permitido escribir a lo largo de los siglos. Bástenos recordar que, cuando se habla de guerra se entiende enfrentamiento de ejércitos, sean estos regulares o no. Este es el primer requisito para que la contienda pueda ser justa. En segundo lugar, es preciso que la declare la autoridad legítimamente constituída, como último recurso, ante un ataque o agresión injusta, no provocada. De allí que, la guerra defensiva se presuma justa. En tercer lugar, la respuesta debe guardar proporción con el ataque y debe haber alguna seguridad de llegar, tras ella, a una paz justa.

[6]               En el marco de su reconocimiento de la libertad religiosa, el Concilio Vaticano II, sostuvo que parece razonable que las leyes provean, con sentido humanitario, para el caso de quienes por motivos de conciencia, se niegan a tomar las armas si aceptan otra forma de servir a la comunidad. (Gaudum et Spes 79) Como se advierte, da cabida así a la objeción incluso en caso de error, poniendo el acento en el valor de la conciencia moral, como expresión de la dignidad del hombre. Cf. G.S. 16. El texto es ambiguo, pues la Iglesia no ha modificado –ni puede hacerlo‑ la bisecular doctrina acerca de la conciencia errónea.

 

[7]               En este sentido, el Concilio V de Malinas (1937) afirmó: En cuanto a la guerra, si es verdad que a nadie le está permitido tomar parte en una guerra evidentemente injusta, también lo es, en la práctica, que, ocurriendo la duda acerca de la justicia de la guerra, está la presunción a favor de la autoridad que manda, siendo, además, ciero que los súbditos nopueden tener medios suficientes par emitir juicios seguors en problemas de orden internacional, sobremanera complicados. Citado por Peinador Navarro Antonio Tratado de Moral Profesional B.A.C. (Madrid 19692) en nota n° 36, p. 218.

[8]               Nullum civem catholicum posse invocare propriam conscientiam ad excutienda siervitia et obligationes determinatas per legem. Alocución AAS 49 (1957) 19-20, citada por Zalba Marcellinus Theologiæ Moralis Compendium iuxta Constitutionem Apostolicam “Deus scientiarum Dominum” I B.A.C. (Madrid 1958) p 901.

[9]               Esta legitimidad de ejercicio es, en definitiva, la razón por la cual quien gobierna debe ser obedecido. La efectiva ordenación al bien común es la piedra de toque de toda autoridad que pretenda ser legítima, aun cuando se trate de un gobierno que, en su origen, no lo fuera.

[10]             Caso Bahamondez, Marcelo s/ medida cautelar CS, abril 6-1993: ED 153, 249- 264; Caso Gallacher s/ autorización CNCiv, sala G, agosto 11, 1995: ED (idario) 26 de octubre de 1995, pp 3-7.

[11]             Caso MDR s/ Certificación Autorización de Acto jurídico Juzgado de Paz Letrado del Senado, Ensenada- Bs. As., marzo 9, 1993. ED 153  264- 269

[12]             Caso Bahamondez, n° 10, pp. 259-260.

[13]             Caso Bahamondez, n° 21, p. 261.

[14]             Si nos limitamos a la ley positiva humana, su objeto es lo justo y no simplemente lo bueno, puesto que regula las relaciones interpersonales, en las cuales siempre hay algo que tiene razón de debido a otro.

[15]             “Quod lex humana intantum habet rationem legis, in quantum vero a ratione recedit, sic dicitur lex iniqua, et sic non habet rationem legis, sed magis violentiæ cuiusdam” I-II 93 3 ad 2

[16] -           Nómos significa ley o norma en general, tradición, costumbre  obligatoria, norma estatuida, sentencia o máxima común, orden; ... Según P. Chantraine ,  deriva del verbo nemo, cuyo sentido original es “atribuir, repartir según el uso o la conveniencia, hacer una atribución regular”; el mismo autor advierte que se encuentra implicada la noción de regla y la de conveniencia. El objeto de esta distribución se especificaba, según sus complementos, o bien como alimento o, más en general, como riqueza. ... Jaeger, por su parte, enseña que el sentido originario de nomos era el de una tradición oral, dotada de validez, de la cual sólo unas cuantas leyes fundamentales y solemnes – las llamadas rhetra – fueron fijadas en forma escrita.” Lamas Félix A. La experiencia jurídica I..E.F. Sto. Tomás de Aquino (Bs. As. 1991) p 298 - 99

[17]             Si bien es cierto que, de hecho hay actos o conductas que, en determinada sociedad o momento histórico pueden ser calificados de diverso modo, sin embargo, existen ciertos principios universales que no se niegan en ningún lugar o momento. Así, por ejemplo, aún en las comunidades humanas más primitivas se ha tenido al homicidio como una conducta moralmente mala y socialmente punible. Se podrá discutir respecto de qué conducta es homicidio y cuál no lo es; pero el principio general es universalmente aceptado.

[18]             I-II 90 4

[19]             La razón es el primer principio de todos los actos “humanos”. En cada género de realidades, la primera de entre ellas es la norma y medida de todas las demás, como sucede con la unidad en el género del movimiento, etc. Si la razón del hombre es el primer principio de las acciones humanas, en cuanto a ella corresponde ordenar hacia el fin los demás actos, lógicamente su operación, siendo la primera en ese orden, debe ser la norma de todo él. (...) De lo dicho se infiere una clara conclusión: la razón norma del orden moral no es la razón nude considerada, sino la razón “recta”. Ahora bien, como la rectitud de una potencia es la adecuación con su objeto, la razón recta es la adecuada a la verdad objetiva. Razón recta equivale totalmente a “razón verdadera”. (...) La razón no podría rectificar si antes no fuese, a su vez, rectificada. (...) La razón se rectifica conociendo la verdad, o sea, descubriendo el orden impuesto al universo (del cual el orden moral es sólo un aspecto) por la ley eterna. La razón recta es, pues, el conjunto de hábitos intelectuales, especulativos y prácticos que informan a la inteligencia y la preparan para ser norma de toda la actividad humana.Basso Domingo M. O.P Los fundamentos de la moral C.M.C (Buenos Aires) p. 187–8. Del mismo autor Las normas de la moralidad Ed. Claretiana (Bs. As. 1993).

[20]             “Ex facultate imperandi ad rectam rationen proficiascatur, illud sane cogitur, ut im obligandi ex ordi ne morum ipsa respetat, qui vicissim Deum tamquam pricipium et finem habet” Juan XXIII Pacem in Terris: Dz 3980

[21]             La razón de esto último es que, tratándose de algo de la razón, la ley se encuentra en ella de dos modos distintos:

                1ª - esencialmente: en la inteligencia del que ordena o impera, esto es, del legislador que conoce el fin y manda aquellas conductas que son medio idóneo para alcanzarlo (o prohibe aquella otras que se le oponen)

                2ª - por participación: en la inteligencia de los que están regidos por ella, en cuanto pueden conocer la razonabilidad de lo mandado o prohibido.

[22]             Hay una ley verdadera, la recta razón inscripta en todos los corazones, inmutable, eterna, que llama a los hombres al bien por medio de sus mandamientos y los aleja del mal por sus amenazas; pero ya sea que ordene o que prohiba, nunca se dirige en vano a los buenos ni deja de atemorizar a los malos. No se puede alterarla por otras leyes, ni derogar alguno de sus preceptos, ni abrogarla por entero; ni el Senado ni el pueblo pueden liberarnos de su imperio; no necesita intérprete que la explique; es la misma en Roma que en Atenas, la misma hoy que mañana y siempre una misma ley inmutable y eterna que rige a la vez a todos los pueblos y en todos los tiempos. El universo entero está sometido a un solo amo, a un solo rey supremo, al Dios todopoderoso que ha concebido, meditado y sancionado esta ley; desconocerla es huirse a sí mismo, renegar de su naturaleza y por ello mismo, padecer los castigos más crueles, aunque se escapara a los suplicios impuestos por los hombres.” Ed. Porrúa (México 1975) pág. 58.

[23]             La conciencia es acto de la razón práctica que juzga de lo concreto ‑un acto singular‑ aplicando para ello la ciencia poseída, esto es, el conocimiento de la ley moral.

[24]             En el caso de la conciencia errónea, no hay modo de obrar bien, pues si se hace lo que equivocadamente se tiene por bueno, se yerrra; y si no se hace a pesar de creerlo bueno, también se yerra. De cualquer modo, cabe distinguir el erro y la ignorancia invencibles de aquellos vencibles. Al respecto, ver Sertillange R.P. La philosophie morale de Sainte Thomas D’Aquin Aubier (Paris 19469) 387-396

[25]             Por ejemplo, el enfermero, el camillero, la instrumentista, etc. que cooperan cada uno haciendo lo suyo, en la realización de un aborto, sin estar de acuerdo con ello. O el personal de la farmacia de un Hospital público, que entraga los medicamentos indicados en las recetas, cualesquieran que éstos sean.